Siempre que se hablaba de visitar a los tíos enfermos o a los crecidos sobrinos comenzaba la catarsis. A la primera insinuación de regresar se disparara su reloj de arena. Era otra vez un minúsculo jadeo, abriéndose espacio entre bolsas y maldiciones, sintiéndose palpada en lo profundo de su inocencia, sufriendo los guantes de la requisa para lograr entrar en la Cabaña.
Se torturaba recordándose con once años, mientras partía del lugar, arrastrada por la mano de su madre, e insistiendo en arrancarle promesas al padre sobre su pronto regreso, como si el triste uniformado pudiera decidir algo.
Ya mayor, la sola idea del regreso en avión le devolvía la angustia de contar los minutos hasta el aterrizaje, bajo la amenaza de un regreso impuesto en pleno vuelo. Este último año las emboscadas de la familia arreciaron hasta obligarla a sobreponerse a sus recuerdos. Tal vez su rostro se había desdibujado en los archivos de tantos años de odio acumulado. Quiso ayudar y se imaginó convertida en un número, en el dígito de una vieja lista que nadie se preocuparía en releer, y por fin llevó sus canas a La Habana. Fue a despedirse de la primera década del nuevo siglo desde la casa que alguna vez fuera suya. A rememorar jardines, sentada como antes, sobre la tapa oxidada de aquella cisterna, que ahora sólo conoce de líquidos una noche sí y otra no.
La pasearon por la Quinta Avenida, que era mucho más estrecha de lo que recordaba, pero igual de hermosa. Apenas le daba tiempo a distinguir los destrozos: cada espacio le devolvía infancias vividas, amigos ausentes y ternura.
De repente, ese sexto sentido con que cargamos todos encendió sus alarmas. Era el instinto animal que florece en medio del desfile de sus añoranzas, rompiendo el encanto de la revisión a que se había entregado.
Buscando escapar agitó el cuello en todas direcciones y fue entonces que lo descubrió. El tipo que le robó a su padre y que la presionó para que abandonara su mundo, el prepotente que mirara con desprecio ante cada súplica de su madre, estaba justo a su lado, a bordo un Peugeot nuevo, presumiendo charreteras y medallas. Ambos sometidos a la voluntad en rojo del nuevo semáforo chino, detenidos en una misma senda, separados apenas por el grosor de las ventanillas con que se protegían del ridículo invierno insular.
La impresión inicial cedió espacio a la repulsión. En realidad era un anciano enano, gastado como cualquier mortal. No tenía los colmillos ni las dimensiones con que la había acosado muchas noches de pesadilla, no transpiraba el poder con que la aplastó. También le faltaba aquella turba, el grupo de matones que como sombra, lo seguía a todas partes.
Pensó que era el momento de reparar el daño, de vengarse por todo y decidida levantó su brazo, apuntando justo a la cara del ralo barbudo que continuaba ensayando poses para disimular el frío.
Lo atrapó, congelándolo en el tiempo y reduciéndole al ridículo espacio de la memoria de su teléfono celular. Una especie de castigo merecido, como prueba de que al final ella se impuso al sufrimiento, al llanto por un padre muerto en la cárcel y al terror de reeditar un encuentro con sus verdugos.
Dice que fue como estar ante una jaula, retratando a un animal moribundo y mal alimentado. Dice que enseguida, con la luz verde, lo saco de su vida y que desde ese instante ha comenzado a sanar.
Se torturaba recordándose con once años, mientras partía del lugar, arrastrada por la mano de su madre, e insistiendo en arrancarle promesas al padre sobre su pronto regreso, como si el triste uniformado pudiera decidir algo.
Ya mayor, la sola idea del regreso en avión le devolvía la angustia de contar los minutos hasta el aterrizaje, bajo la amenaza de un regreso impuesto en pleno vuelo. Este último año las emboscadas de la familia arreciaron hasta obligarla a sobreponerse a sus recuerdos. Tal vez su rostro se había desdibujado en los archivos de tantos años de odio acumulado. Quiso ayudar y se imaginó convertida en un número, en el dígito de una vieja lista que nadie se preocuparía en releer, y por fin llevó sus canas a La Habana. Fue a despedirse de la primera década del nuevo siglo desde la casa que alguna vez fuera suya. A rememorar jardines, sentada como antes, sobre la tapa oxidada de aquella cisterna, que ahora sólo conoce de líquidos una noche sí y otra no.
La pasearon por la Quinta Avenida, que era mucho más estrecha de lo que recordaba, pero igual de hermosa. Apenas le daba tiempo a distinguir los destrozos: cada espacio le devolvía infancias vividas, amigos ausentes y ternura.
De repente, ese sexto sentido con que cargamos todos encendió sus alarmas. Era el instinto animal que florece en medio del desfile de sus añoranzas, rompiendo el encanto de la revisión a que se había entregado.
Buscando escapar agitó el cuello en todas direcciones y fue entonces que lo descubrió. El tipo que le robó a su padre y que la presionó para que abandonara su mundo, el prepotente que mirara con desprecio ante cada súplica de su madre, estaba justo a su lado, a bordo un Peugeot nuevo, presumiendo charreteras y medallas. Ambos sometidos a la voluntad en rojo del nuevo semáforo chino, detenidos en una misma senda, separados apenas por el grosor de las ventanillas con que se protegían del ridículo invierno insular.
La impresión inicial cedió espacio a la repulsión. En realidad era un anciano enano, gastado como cualquier mortal. No tenía los colmillos ni las dimensiones con que la había acosado muchas noches de pesadilla, no transpiraba el poder con que la aplastó. También le faltaba aquella turba, el grupo de matones que como sombra, lo seguía a todas partes.
Pensó que era el momento de reparar el daño, de vengarse por todo y decidida levantó su brazo, apuntando justo a la cara del ralo barbudo que continuaba ensayando poses para disimular el frío.
Lo atrapó, congelándolo en el tiempo y reduciéndole al ridículo espacio de la memoria de su teléfono celular. Una especie de castigo merecido, como prueba de que al final ella se impuso al sufrimiento, al llanto por un padre muerto en la cárcel y al terror de reeditar un encuentro con sus verdugos.
Dice que fue como estar ante una jaula, retratando a un animal moribundo y mal alimentado. Dice que enseguida, con la luz verde, lo saco de su vida y que desde ese instante ha comenzado a sanar.
Quinta Avenida, Miramar, La Habana, 28 de diciembre de 2009.
Tomado de PD.
2 comments:
Excelente, lo saco de su vida con solo una luz verde.a
Vaya panfleto con ínfulas literarias. La carencia fundamental de este texto está, sin embargo, en el matiz farándulero que lo caracteriza y que pretende pasar por político e ideológico, algo muy sintomático en este señor Loret de Mola, a quien por cierto, he visto en alguna que otra ocasión y luce más destrozado y deteriorado (para su edad) que Ramiro Valdés; con la diferencia que Ramiro sí mantiene un poder real y mantiene su delgadez y salud, mientras este mequetrefe aspirante a escritor es un obeso insignificante.
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