274 me ha divertido sobremanera y también me ha sacado algunas lágrimas. Con este libro, Andrés Pi Andreu,
ganador de último Premio Planeta de Literatura Infantil, inaugura la colección de
Ediciones Malecón, un sello editorial recién nacido, que se encargará de publicar autores cubanos contemporáneos de ambos lados de ese muro “devenido símbolo del amor, de la esperanza y de nuestra idiosincrasia; pero también de frontera, del dolor de la separación y de los recuerdos”.
Es el día 274 de Telencio -un adolescente habanero que “emigra” a Estados Unidos- en Miami.
Tele atraviesa la ciudad por el expresgüey en la cafetera que conduce su madre. Van a visitar a una tía en Hialeah y en un descuido de las mujeres, que se la pasan escondiéndosele mientras él está muerto de hambre, descubre que ambas planean sacar a su padre de Cuba en una lancha, pues es médico y no ha podido salir legalmente con ellos de la isla.
En medio de la conspiración de las mujeres, el niño relata cuanto extraña los amigos y los juegos que ha dejado atrás, cómo es la escuela en este nuevo país en el que ha tenido que aprender otro idioma; cuánto le gusta Azul – “prima hermana de la hija del ex marido de la sobrina por parte de padre de la tía”- que afortunadamente no es familia de él y, o lo deja con la boca abierta, o lo hace hablar de meteorología como un tonto; también cuenta que “pedazo de anormal” es el sicólogo (sin p) que lo atiende y que se empeña en decirle que son pesadillas recurrentes esos momentos felices en que amparado por el sueño Tele se queda jugando a la pelota en Marianao; y muchas cosas más que me han hecho leer casi sin respirar esta historia que Andrés dedica a su hijo Alejandro, “que no tuvo que vivirlo”.
Fragmento:
En mi casa, la de Cuba, no había quién se escondiera de mí… me las sabía todas. La única puerta que teníamos era la de la calle, el resto eran cortinas de tela. Así que hablábamos bajito para que los vecinos no se enteraran de las cosas que no nos convenían.
Valentina era la que más miedo tenía, como si del otro lado de la puerta hubiera una orejota de siete metros pegada a la madera, escuchando todo lo que dijéramos.
Mi padre se ponía de mal genio cuando Valentina le escribía oraciones larguísimas cuando hablaban, o sería mejor decir, escribían, sobre “eso”. Lo obligaba a escribir cantidad de tiempo, hasta una o dos horas. Y cuando yo iba despacito e intentaba leer alguna hoja, mi madre me daba un manotazo y me mandaba a bañar. No, si por ella hubiera sido, por poco no llego aquí, me hubiera gastado de tanto jabón.
Yo no sé por qué la gente en Cuba te manda a bañarte para no mandarte pa’l carajo. Como si fuera algo malo bañarse. Anyway, yo me iba a jugar por ahí y los dejaba en la escribidera. Y parece que eso era algo normal en el solar, lo de escribir, digo, porque cuando se lo conté a la pandilla todos me dijeron que sí, que sus padres también eran escritores. Y el Salvaje Unitario hasta protestó de que el tacaño de su padrastro lo ponía a borrar lo que habían escrito, para ahorrar papel.
Lo de escribir tengo que reconocer que era una buena idea, porque no me enteré de “eso”, o sea, del viaje, de que me iban a “emigrar”, como me dijo María Petunia con cara triste, hasta el día antes de irme.
Esta vez por lo menos me voy a enterar de cuándo llegará mi papá para desquitarme de la otra vez, que no supe que se quedaba… Lo que me encabrona cantidad es que no lloré en el aeropuerto cuando me despedí de él, sino como un mes después, con un muslo de pavo del tamaño de una pata de una mesa en la mano y posando para una foto, al lado de un tipo grandísimo disfrazado de Pato Donald, en Disney World.
La tía dice que yo soy un vejigo complicado y que como demasiado.
Oye, que me dio un sentimiento de pronto así, que mi papá no estuviera allí para decirle: Papi, mira el clase de muslazo que tiene el guanajo este…
Anyway, es que tía Arminda no puede entender que en Cuba no hay mucha carne.