Puedes usar el testimonio de lo que le sucedió a mi hermana en el aeropuerto internacional José Martí (en La Habana), mientras hacía escala de varias horas en la capital de la isla, rumbo a un tercer país: no la dejaron salir al otro lado del cristal (en el mismo aeropuerto) a saludar a nuestra madre que había ido a recibirla.
Escribí una crónica de esta infamia que en su momento publicó el diario Encuentro en la red y que no hace mucho reproduje en mi blog.
Reproduzco aquí esa crónica:
El cristal con que se miraDigamos que tengo una hermana que vive en Canadá. Digamos que su esposo es colombiano. Y digamos que tienen un hijo, oriundo de la tierra que está al norte del Norte. Hasta ahí, santo y bueno. Ahora digamos que a mi hermana la atrapa el “efecto boomerang” y no puede resistirse a visitar la Isla, la infancia, los años duros, la vida que abandonó en el Caribe.Digamos que tiene que solicitar el denigrante “permiso de entrada” para pasear por su país de origen, “dueña de todo cuanto hay en él”. “Ciudad” puede decir. Y puede protestar y poner la cosa fea. Pero no dice nada. Este viaje, “en silencio ha tenido que ser, pues hay cosas que para lograrlas han de andar ocultas”.Digamos que su esposo, colombiano, y su hijo, canadiense, también tienen que pedir visa para visitar Cuba. Ya que estamos suponiendo, aventuremos que a mi cuñado le autorizan un mes de estancia y que al niño, con su escaso año y medio de vida, le otorgan otros treinta amaneceres en el trópico. Como todo esto que escribo es basado en la hipótesis, podemos decir también que a mi hermana, hija legítima de la Isla caníbal, sólo le dan tres semanas para desandar las calles que la vieron crecer. Sólo 21 días de nostalgia para la madre cubana, aunque su crío canadiense pueda quedarse otras nueve noches en la mismísima capital o el resto de las áreas verdes, dada su condición de ciudadano extranjero.Digamos que esta hermana que me he inventado se tiene que tragar el buche amargo, la humillación legal y el chantaje administrativo con tal de llevar a mi sobrino ficticio a conocer a la parte de su familia que habita el archipiélago anómalo. Digamos que hacen su entrada casi triunfal en la Isla y que al tercer cambio de luna recogen los matules y se van a visitar a la estirpe colombiana.Como hoy tengo una imaginación desbordante, los veo, un mes más tarde, de regreso de la tierra del café, haciendo una escala de ocho horas en el aeropuerto José Martí. Aquí es donde se me traba la pluma. Lo próximo que vislumbro es a mi cuñado irreal, mi sobrino de mentiritas y mi hermana que no existe en la sala de espera del mencionado aeródromo. Y veo a mi madre hipotética, al otro lado del cristal, en territorio cubano, mirando con una tristeza infinita a su familia, que le devuelve la congoja desde zona neutra.Digamos que al colombiano y al canadiense les dejan salir a ver a la suegra/abuela, pero a esa hermana que no tengo, por el pecado capital de haber nacido en Cuba, le impiden regalarle un abrazo de saludo y despedida a su madre. Digamos que no me gustan los culebrones. Y digamos que el régimen que no permite a esta joven cubana salir a territorio cubano a encontrarse con la autora cubana de sus cubanísimos días es el mismo desgobierno que lanzó a su pueblo a las calles a reclamar la reunificación familiar, en suelo patrio, de Elián González Brotons —suerte de Moisés caribeño, punto de convergencia entre dos orillas, futuro presidente de Cuba— con ese objeto (in)animado y maleable que resultó ser su padre.Digamos que estoy triste. Digamos que no me permito llorar mientras recreo esta anécdota aberrada, pues soy cubano y exiliado y esos dos defectos son incompatibles con el llanto.Digamos que, habiendo nacido después del accidente de 1959, soy hijo del Marqués de Sade. Por último, digamos que todo esto lo imaginé mientras la indignación me pedía que creyera que no fue cierto.
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